Biotecnologías: promesas y problemas.

Algunos se preguntarán quizá qué tiene que ver la ingeniería genética con la clase trabajadora. Es probable que esto equivalga a haberse preguntado, a comienzos del siglo XIX, qué tenía que ver la máquina de vapor con las clases populares. Y seguramente todavía nos quedamos cortos con la analogía. El rapidísimo desarrollo de las “ciencias de la vida” en los últimos decenios, y muy especialmente la puesta a punto de las modernas tecnologías genéticas, está cambiando a toda prisa aspectos fundamentales de nuestros sistemas productivos y nuestras relaciones sociales: y los cambios que se ven venir son cada vez más impresionantes. Comisiones Obreras no debe ni puede permanecer al margen de estos procesos, y por eso desde el Departamento Confederal de Medio Ambiente hemos decidido consagrar el dossier de este número de Daphnia a las nuevas biotecnologías, al mismo tiempo que intentamos impulsar un debate al respecto en todas las estructuras del sindicato.

No cabe exagerar la importancia de las perspectivas científicas, industriales y sociales que se han abierto con las nuevas biotecnologías. Entre ellas, la ingeniería genética es una tecnología de carácter horizontal que tiene repercusiones socioeconómicas en un gran número de sectores: la agricultura, la sanidad, la industria química y farmacéutica, la minería, la protección del medio ambiente... El camino parece abierto para que se produzcan grandes avances en la investigación biomédica, con nuevos métodos de diagnóstico y terapia. Asimismo, el tremendo potencial de impacto que encierran las modernas técnicas de manipulación genética las sitúan en el corazón de algunos de los debates sociopolíticos, éticos, jurídicos y ambientales más vivos de nuestra época: la biodiversidad, las relaciones Norte/ Sur, el desarrollo sostenible, la transferencia de tecnologías, los derechos de propiedad industrial, el poder patriarcal sobre la reproducción humana, la eugenesia positiva o negativa, o los derechos de las generaciones futuras, por mencionar sólo algunos de los más relevantes.

Como se ha repetido muchas veces en los últimos veinte años: la caja de Pandora se ha abierto y no podemos volver a cerrarla. No podemos “desinventar” las técnicas de manipulación genética —y no desearíamos renunciar a algunos de los beneficios que ya nos proporcionan o nos prometen para el futuro—, pero ello nos sitúa ante opciones morales, políticas y económicas de trascendental dificultad e importancia: seguramente, las más importantes y difíciles a las que nunca antes dieran origen la ciencia y la tecnología en toda la historia de la humanidad. ¿Son palabras mayores? Pero no exageradas, creemos. Escribimos estas líneas en los últimos días de febrero, cuando todas las sociedades industrializadas del planeta intentan elaborar el shock que ha supuesto enterarse de que en un laboratorio escocés acaba de producirse el primer mamífero clónico a partir de un adulto desarrollado: la famosa oveja Dolly.

Un abismo se abre a nuestros pies, porque lo que puede hacerse con ovejas podría hacerse con seres humanos. Sólo un apunte brevísimo —y por ello, inevitablemente, simplificador— sobre el significado profundo de esta proeza tecnocientífica: la clonación de cualquier animal es un tremendo avance en los procesos de cosificación de la materia viva y los seres vivos. En efecto, ningún animal es reducible a su genoma. Un animal es el resultado de un desarrollo biológico guiado por este material genético, pero igualmente es el fruto de un proceso vital “biográfico” marcado por encuentros singulares, azares irrepetibles, imprevisibles contingencias, ambientes diferenciados, aprendizajes decisivos. Esto, que es cierto para cualquier animal, lo es en grado superlativo para los seres humanos, para quienes —además de lo dicho anteriormente— lo cultural se sobrepone a lo genético en un grado mayor que para ninguna otra especie animal. En un ser humano, el genoma es cosa, objeto; punto de partida desde el que llegamos a ser sujetos en un proceso biográfico —vital e histórico a la vez— que es diferente para cada uno de nosotros y nosotras, y que diferenciaría y singularizaría incluso a clones cuyo genoma fuese rigurosamente idéntico.

Fabricar clones de animales o de seres humanos en la creencia que así conseguiremos seres idénticos supone cosificar efectivamente a los seres así obtenidos, reducirlos a objetos. Si ello ya resulta problemático en los animales superiores, no digamos en los seres humanos. Y por eso no sorprende que la imaginación de los comentaristas se dispare en direcciones espeluznantes: clones humanos o semihumanos concebidos como bancos de órganos para trasplantes, como esclavos especializados para realizar determinados trabajos, como “superhombres” racialmente excelentes... En este tipo de abismos morales nos arrojan, cada vez más profundamente, los desarrollos biotecnológicos contemporáneos. La caja de Pandora, efectivamente, está abierta: de par en par.

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