Tiempo sin tiempo

Nada ha gestionado peor el tiempo que el ultraliberalismo económico. Raudo y corsario, el sistema no consigue acampar, darse un respiro, calcular siquiera los beneficios, mucho menos las pérdidas. Entre las que figura, claro está, el agotamiento que provoca en las fuentes de aprovisionamiento.

Si por algo se caracteriza el presente de las relaciones económicas es por minimizar a quien produce la riqueza, es decir, los trabajadores y por ignorar (y en consecuencia destruir) a la fuente de las materias primas, la energía y los recursos renovables que invariablemente proceden de un derredor espontáneo. No es que no lo sepa, o no le duela, es que se anestesia. La droga consiste en ser velocífero. Es tal la velocidad imprimida al acaparamiento y la especulación que el paisaje hace, como decimos los realizadores cinematográficos, “filás”. Es decir, que por exceso de aceleración del movimiento de la cámara, la imagen obtenida, cuando es proyectada queda desdibujada, que se desvanecen los contornos y los contenidos. Cuando así sucede, ya casi todo es falso para la percepción. Lo contemplado se convierte en un “viaje fantasma” que es la expresión usada por los ingleses para ese fenómeno cinematográfico.

Lo cual podría resultar tolerable si la realidad, es decir lo que existe y funciona al margen de la virtualidad imperante, no resultara cada día más pequeña, herida, tantas veces arrasada por la fealdad, el ruido... tantas veces destruida. Pero el embadurnarlo todo de celeridad asiste al proceso de destrucción y al mismo tiempo permite que se dé el fenómeno de insolidaridad generalizado que supone la pobreza y sobreexplotación de los recursos. Aceptamos porque no vemos correctamente. Deglutimos sapos con la ayuda de la velocidad virtual. Que deberá aumentar en la misma proporción que la destrucción. Cualquier alto para contemplar es peligroso desde el momento en que puede disparar la comprensión de las secuelas. Porque toda aceleración se salda invariablemente con destrucción del espacio.

Pero no sólo del exterior, de los paisajes, sino también del interior, de la capacidad de pensar, emocionarnos, compartir... El sistema funciona, claro está, pero dejando lo principal insatisfecho, y lo crucial a mi entender es la satisfacción. Alcanzar el disfrute por el hecho de estar vivo, resulta inseparable del haber contribuido a la construcción de más satisfacciones para más personas y para nosotros mismos. En consecuencia, de acordarnos de los condenados a la pobreza, a la violencia y a la destrucción sin más delito que haber nacido más allá de las fronteras de la opulencia. Se acepta con demasiada facilidad que un ser un humano del mundo pobre podría vivir con lo que nosotros tiramos cada día a la basura. Y cada día él deja de acceder a eso y nosotros seguimos, cada día, arrojándolo al sumidero.

Se puede aceptar que este sistema económico que nos gobierna es el mejor de los inventados por el ser humano. Lo que equivale a que prácticamente está todo por inventar. Menos por supuesto la devastación, la del tiempo y el espacio, la de la vida y la de los humanos.

Todos los usos aceleradamente intransigentes del tiempo y del espacio quedan muy lejos del placer y demasiado cerca de la dominación. Violan, en lugar de establecer una relación recíproca y sincrónica.

La precariedad en el empleo tiene mucho que ver con el actual uso compulsivo, prácticamente histérico, del reloj y del calendario. No interesa la producción adecuada a la necesidad, sino a la codicia. No interesa el reparto de lo escaso, sino la acumulación. Mucho menos se toma en consideración los límites, la capacidad de carga o el agotamiento de los recursos. Nadie enseña a consumir, sino tan sólo a producir y a vender. Eso sí, con el estandarte de cuanto más mercancías se produzcan más le tocarán a todos.

Pero de momento lo que ha quedado demostrado de forma rotunda es que los procesos de acumulación en muy pocas manos son precisamente los que crecen vertiginosamente. Por eso el pensamiento ecológico se plantea el uso del tiempo como una de los principales consideraciones. Si se hace como se hace, aparece la violenta intransigencia hacia prácticamente todos los valores convencionales del humanismo. Si se modera la velocidad acaso empezaríamos a entender que los acompasamientos entre lo que somos y lo que queremos ser, entre lo que puede producir el planeta y nosotros consumir, entre lo que aquí sobra y lo que allí falta, le dé un poco de sentido a esta carrera que podría no ser agónica ni de obstáculos.

Joaquín Araújo

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