El impacto ambiental del militarismo

La guerra, y la preparación para la guerra, ha sido uno de los mayores factores de destrucción ambiental a lo largo del siglo XX; las fuerzas armadas son el mayor agente contaminante en nuestro planeta —y el menos reglamentado. Las guerras de Vietnam, Afganistán, América Central, el Golfo Pérsico o Yugoslavia han evidenciado que la guerra moderna implica una devastación del medio ambiente en gran escala. El Instituto de Investigación para una Política de Paz de Starnberg (en Alemania) ha calculado que entre el 10 y el 30% de la degradación ecológica a nivel mundial se debe a actividades relacionadas con los sectores militares.

El ejército de EE.UU. produce cada año medio millón de toneladas de tóxicos, más sustancias tóxicas que las cinco principales empresas químicas juntas. En Europa Oriental, se estima que el 10% de la antigua República Democrática Alemana, o el 6% del territorio checoeslovaco, han sido devastados o contaminados gravemente por actividades militares soviéticas.

Una parte muy considerable de la energía que se consume en los países del Norte está destinada directa o indirectamente a fines bélicos. Se calcula que la contribución de los ejércitos al “efecto de invernadero” ronda el 10% de todas las emisiones. El Pentágono es el mayor consumidor de energía a nivel mundial: en un año emplea la suficiente como para hacer funcionar todo el masivo sistema de transporte estadounidense (tanto vehículos privados como públicos) durante casi 14 años. También el consumo de recursos minerales para hacer la guerra o prepararla es ingente. El 9% del consumo mundial de hierro se destina a fines militares, así como el 11% del cobre, el 8% del plomo, o el 6% del aluminio, el níquel, la plata o el zinc.

La producción, el mantenimiento, el uso y la destrucción de las armas modernas — nucleares, químicas y convencionales— genera inmensas cantidades de residuos tóxicos y radiactivos, que conducen a graves problemas ambientales en todas las bases militares e industrias de armamento. La precipitación radiactiva por pruebas nucleares en la atmósfera causó, según una estimación de la ONU en 1977, unas 86.000 malformaciones congénitas y más de 150.000 muertes prematuras en todo el mundo. A pesar del secretismo que rodea todo lo que tiene que ver con armas de destrucción masiva, se sabe que la investigación para guerra biológica es responsable de epidemias como el brote de ántrax que mató a muchos ciudadanos de la URSS en Sverdlovsk en 1979.

En una guerra, el bombardeo de infraestructuras e instalaciones industriales — Irak en 1991, Chechenia en 1994, Serbia en 1999— crea verdaderos desastres ecológicos. En pocos días se anulan los esfuerzos de control de la contaminación realizados durante décadas. En la primavera de 1999 la OTAN atacó —entre otros muchos objetivos civiles y militares serbios— la refinería de petróleo de Novi Sad, los depósitos de petróleo de Prahovo, las minas de estaño y cobre de Bor y el complejo petroquímico de Pancevo. Análisis efectuados por las universidades de Tracia y Salónica indican que el nivel de dioxinas en la atmósfera se ha multiplicado por 15 en el Norte de Grecia.

En la noche del 15 de abril de 1999, aviones de la OTAN en operación regular bombardearon el complejo petroquímico de Pancevo, dañando gravemente la planta de monómero de cloruro de vinilo (sustancia altamente tóxica y cancerígena, precursora del plástico PVC) y la de etileno. Las explosiones e incendios provocados por los bombardeos dañaron además la planta de cloroálcali y la de PVC. Las concentraciones de monómero de cloruro de vinilo superaron miles de veces los límites admisibles, y en el incendio se formaron otros gases tóxicos, como el fosgeno. Se vertieron al Danubio grandes cantidades de hidrocarburos. Aunque las personas heridas directamente en el ataque fueron “sólo” unas cincuenta, se liberaron al medio ambiente contaminantes que causarán cientos de muertes por leucemia y otros tipos de cáncer en años venideros, además de dañar gravemente los ecosistemas de la zona.

Otros daños especialmente graves causados al ecosistema han sido los envenamientos de los pozos en las aldeas Kosovares realizado por las tropas paramilitares serbias.

El desplazamiento de cientos de miles de albanokosovares perseguidos por el régimen serbio y de decenas de miles de serbios perseguidos por los milicianos albanokosovares causa también enormes problemas ambientales tanto en las áreas abandonadas como en las zonas de asentamiento por la presión sobre los recursos de estas zonas. Las enfermedades infecciosas y otros daños “colaterales” a la salud son a menudo más mortíferas que los impactos de las armas.

Tanto en la guerra del Golfo en 1991, como en la guerra contra Serbia en 1999, las tropas estadounidenses han usado un arma particularmente odiosa: proyectiles recubiertos de uranio empobrecido, empleados tanto en armas antitanque (balas de 30 mm. de los aviones A-10) como en los misiles Tomahawk. La elevada masa atómica del uranio empobrecido (238, superior a la del plomo), un subproducto de la técnica de enriquecimiento del uranio que se emplea como combustible en los reactores de las centrales nucleares, aumenta su poder de penetración contra blancos de metal y hormigón armado. El polvo de óxido de uranio —tóxico y radiactivo— que se produce tras la detonación envenena el medio ambiente de forma duradera, causando numerosas muertes por leucemia y otros tipos de cáncer, así como malformaciones congénitas. Estos efectos se han observado después de 1991 en extensas zonas de Irak, donde quedaron dispersas unas 750 toneladas de uranio empobrecido, así como en los cuerpos de los aproximadamente 80.000 soldados norteamericanos víctimas del “síndrome del Golfo Pérsico”.

En tiempos de “paz armada”, el coste social y ecológico del militarismo es casi tan alto como en la guerra, en un mundo donde aún están por cubrir las necesidades básicas de centenares de millones de personas. Sólo el coste de dos barcos de guerra encargados por Malasia en 1992 habría bastado para proporcionar agua potable durante los próximos 25 años a los tres millones de ciudadanos de ese país que carecen de ella.

El militarismo, y sus impactos sociales y ecológicos, afecta especialmente a la población trabajadora; los sindicatos tienen por ello una responsabilidad especial en el asunto.

Más información:

  • Anuarios de Ruth Leger Sivard World Military and Social Expenditures, publicados por el World Priorities Institute de Wahsington. El planeta en la encrucijada, Icaria/ CIP, Barcelona 1992.
  • Artículos de Michael Renner en los anuarios del Worldwatch Institute La situación del mundo (por ejemplo: “El fin de los conflictos violentos”, 1999, “Efectos ambientales de la carrera de armamentos”, 1994, “Evaluación de los efectos de la guerra sobre el medio ambiente”, 1991.
  • AA.VV.: Les conflits verts. GRIP, Bruselas 1992.
  • Ramsey Clak, Helen Cadicott, Michio Kaku y Jay Gould: Metal of Dishonor: How Depleted Uranium Penetrates Steel, Radiates People and Contaminates the Environment, International Action Center 1997.

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