El espejismo nuclear

Apenas dos siglos después de su nacimiento, la sociedad industrial se encuentra en una encrucijada de difícil solución. La base energética y material que ha sustentado un desarrollo tecnológico y un crecimiento demográfico y económico sin precedentes cruje bajo el peso de 6.500 millones de seres humanos, que en el transcurso del siglo que ha comenzado pueden llegar a ser 10.000 millones y que, lógicamente, aspiran y aspirarán al bienestar del que ahora goza menos de una quinta parte de la humanidad, que es la que consume el 80% de los recursos naturales.

La base de la sociedad industrial amenaza con hundirse porque los consumos energéticos y materiales actuales no son sostenibles, y mucho menos extensibles a buena parte de la humanidad. Y aún en el hipotético caso de que lo fueran, desestabilizarían por completo el clima terrestre con consecuencias imprevisibles, pero con toda seguridad catastróficas para la especie humana.

Ante este dilema, los hay que pretenden una huida hacia adelante con la esperanza de que el ingenio humano acabe por encontrar una solución que hoy no se divisa, y para éstos la energía nuclear es una de las mayores esperanzas para poder proseguir esta senda de consumos materiales siempre crecientes, superando los problemas derivados del progresivo agotamiento de los combustibles fósiles y del cambio climático.

La energía nuclear fracasó, fundamentalmente, por cuestiones económicas y por la oposición popular que despertó a mediados de los años 1970. Paradójicamente se presenta ahora como una solución ecológica y limpia al dilema energético/climático. Sin embargo, un análisis realista de esta opción muestra que en lugar de constituir parte de la solución, la energía nuclear forma parte del problema. Y ello porque después de más de 50 años de vida no ha podido todavía resolver sus problemas de seguridad, costes, residuos y proliferación. Pero aún dejando a un lado estos problemas, tampoco puede compensar la progresiva escasez de petróleo ni la gran dependencia energética de nuestros países, ni se podrían construir a tiempo los reactores necesarios para mitigar el cambio climático.

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Para que la energía nuclear pudiera contribuir a reducir una séptima parte de las emisiones de CO2 que hemos de alcanzar en el horizonte de 2050, habría que construir dos nuevas centrales cada mes durante 40 años, habría que multiplicar por cinco la producción de las minas de uranio actuales, habría que construir 15 instalaciones de enriquecimiento de uranio y 18 fábricas de combustible nuclear, y habría que construir 10 almacenes geológicos profundos para guardar los residuos durante centenares de miles de años, como el que estaba proyectado en Yucca Mountain, y que ha sido abandonado después de más de veinte años de estudios geológicos. Una cantidad ingente de recursos energéticos y económicos que iría en detrimento de otras opciones que reducen las emisiones a un coste relativo mucho menor y que son mucho más rápidas y seguras de implementar.

De hecho, un programa de construcciones nucleares de esta magnitud, no aportaría un saldo energético neto positivo hasta pasados más de 40 años de su inicio, con lo cual en lugar de contribuir a resolver el problema energético en este período, lo empeoraría. Al igual que aumentaría de forma notable las emisiones de CO2 que son muy intensas en la fase de construcción de las centrales (cada central requiere, por ejemplo, medio millón de toneladas de hormigón armado).

Quienquiera que defienda seriamente la potenciación de la energía nu- clear como estrategia de mitigación del cambio climático y de sustitución de los combustibles fósiles en la generación eléctrica, tiene la obligación de presentar un plan medianamente creíble para alcanzar los objetivos arriba señalados; un plan que incluya una estimación de su coste, para posibilitar comparaciones del tipo coste-beneficio con otras opciones alternativas. En caso contrario, se trataría sólo de plantear pequeños incrementos de capacidad nuclear justificándolos por un ahorro de emisiones que en poco o nada contribuirían a resolver el problema global, mientras que se desviarían recursos y esfuerzos que sí podrían destinarse a otras soluciones posiblemente más eficientes.

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Ninguno de los defensores de la opción nuclear ha aceptado, hoy por hoy, este reto y por tanto mientras no lo hagan inducen a pensar que el cambio climático y el declive de los combustibles fósiles no son más que cortinas de humo que se utilizan en un intento desesperado de mantener a flote una industria que hoy parece destinada a desaparecer.

Al no formar parte de la solución, la opción nuclear pasa a formar parte del problema porque se convierte en un espejismo que pretende dar cuerpo a la idea de que si aceptamos su pacto faustiano podremos seguir comportándonos como en el pasado, alejando así la posibilidad de un cambio cultural que es del todo imprescindible para transitar sin grandes traumas hacia un futuro sostenible, digno y justo. El camino que tenemos por delante es incierto, pero si hay algo claro es que la energía nuclear no forma parte de la solución al dilema al que nos enfrentamos. Y es el primer interrogante que deberíamos despejar para encontrar el camino hacia uno de los mayores retos a los que se ha enfrentado nunca nuestra especie: la construcción consciente y autolimitada de un futuro sostenible para las generaciones venideras.

Marcel Coderch
Miembro del Consejo Asesor de Desarrollo Sostenible de la Generalitat de Catalunya

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